Historia de la Filosofía. Capítulo IV. El Renacimiento

El punto de partida de la ciencia moderna es el Renacimiento, ese período tan maravilloso de renacimiento espiritual e intelectual que puso fin a miles de años de reinado de la ignorancia y la superstición. La humanidad miraba de nuevo a la naturaleza sin que la sombra del dogma cegara sus ojos. El mundo volvió a descubrir las maravillas de la filosofía clásica griega, a través de traducciones directas de versiones fidedignas llegadas a Italia después de la invasión turca de Constantinopla. La perspectiva materialista del mundo de los antiguos jonios y atomistas indicaron a la ciencia cuál era el camino correcto.

“Sentí entonces lo mismo que el vigía que observa el firmamento y ve de pronto un nuevo astro; o lo que el gran Cortés, cuando con ojos de águila por primera vez divisó el Pacífico y todos sus soldados entre sí se miraron sin dar crédito a aquello callado, allá en lo alto de un monte del Darién”
John Kyats

“Eppur si mouve”
“Y sin embargo se mueve”
Galileo Galilei

Historia de la Filosofía. Capítulo IV.  El RenacimientoEl punto de partida de la ciencia moderna es el Renacimiento, ese período tan maravilloso de renacimiento espiritual e intelectual que puso fin a miles de años de reinado de la ignorancia y la superstición. La humanidad miraba de nuevo a la naturaleza sin que la sombra del dogma cegara sus ojos. El mundo volvió a descubrir las maravillas de la filosofía clásica griega, a través de traducciones directas de versiones fidedignas llegadas a Italia después de la invasión turca de Constantinopla. La perspectiva materialista del mundo de los antiguos jonios y atomistas indicaron a la ciencia cuál era el camino correcto.

El Renacimiento fue un período revolucionario en todo el sentido de la palabra. Lutero no sólo inició la Reforma religiosa, también reformó la lengua alemana. Al mismo tiempo la Guerra Campesina en Alemania, con sus tintes comunistas, señaló cual sería la forma de la futura lucha de clases. “Quedó hecha pedazos la dictadura de la Iglesia sobre la mente de los hombres; la rechazaron de manera directa la mayoría de los pueblos germánicos, que adoptaron el protestantismo, en tanto que entre los latinos se arraigaba cada vez más un alegre espíritu de libre pensamiento, recibido de los árabes y alimentado por la filosofía griega, recién descubierta, todo lo cual preparaba el camino para el materialismo del siglo XVIII”. (Engels. La dialéctica de la naturaleza. Madrid. Editorial Akal. 1978. p. 27).

El descubrimiento de América y la ruta marítima de las Indias Orientales abrieron nuevos horizontes para el comercio y la exploración. Pero fue en el terreno del intelecto donde se abrieron los mayores horizontes. Era imposible mantener la antigua y estrecha parcialidad, ahora para llegar a la verdad era necesario derribar las viejas barreras. Como en todas las épocas revolucionarias existía un ardiente deseo de saber.

El desarrollo de la ciencia está vinculada estrechamente con el crecimiento de la tecnología, que, a su vez, está relacionada con el desarrollo de las fuerzas productivas. Tomemos por ejemplo la astronomía. Las especulaciones cosmológicas de los antiguos griegos estaban limitadas debido a la ausencia de telescopios que les ayudaran en sus observaciones. En el año 137 a. C, los observadores habían establecido la existencia de 1.025 cuerpos planetarios. En 1580 el número era exactamente el mismo y se utilizaba el mismo instrumento: el simple ojo humano.

Los astrónomos de hoy, con poderosos radiotelescopios, pueden observas conjuntos abrumadores de estrellas y galaxias. Esto ha transformado completamente la astronomía, desafortunadamente, los avances tecnológicos han llegado más lejos que el desarrollo de las ideas en las mentes de los hombres y mujeres. En muchos aspectos, la visión del mundo de algunos científicos durante la última década del siglo XX, tiene más en común con la iglesia medieval que con los héroes del Renacimiento que con su lucha contra el oscurantismo filosófico hicieron posible la ciencia moderna.

Anaximandro y Anaxágoras dijeron que el universo era infinito “no tenía principio ni fin”. La materia no se puede crear ni destruir. Esta idea fue aceptada por otros muchos filósofos de la antigüedad y se puede resumir en el famoso aforismo Ex nihilo nihil fit (fuera de la nada no hay nada). Es por lo tanto inútil buscar el principio o la creación del universo, porque el universo siempre ha existido.

Para la Iglesia, esta opinión es una anatema porque deja al Creador fuera de la foto. En un mundo infinito y material no hay lugar para Dios, el demonio, los ángeles, el cielo o el infierno. Por lo tanto, se aprovecharon ávidamente del escrito más débil y pueril de Platón, el Timeo, que en realidad es el mito de la creación. Por otro lado, tenían el sistema tolomeico del cosmos, que, además correspondía con el esquema cosmológico de Aristóteles, que contaba con una autoridad absoluta en aquella época. Presentaba al universo como un sistema cerrado. La tierra se encontraba en el centro, encerrada en siete esferas de cristal, sobre las que el sol, la luna y los planteas trazaban órbitas circulares perfectas alrededor de la tierra. Para nuestra mentalidad moderna este concepto nos parece extraño. Pero para los fenómenos que se podían observar en la época, esta interpretación del universo era suficiente. Realmente, desde el punto de vista del simple “sentido común”, parece que el sol gira alrededor de la tierra y no viceversa.

A pesar de todo esto, la visión geocéntrica fue puesta en duda incluso en los tiempos de Tolomeo. La alternativa fue la teoría heliocéntrica defendida por Aristarco de Samos (310-230 a. C), quien defendió la hipótesis de Copérnico, éste defendía que todos los planetas, incluida la tierra, giraban alrededor del sol describiendo órbitas círculos y la tierra se movía sobre su eje cada veinticuatro horas. Esta teoría brillante fue rechazada en favor de la visión tolomeica, porque la primera teoría no era apropiada para la visión eclesiástica. La tierra seguía en el centro del universo y la Iglesia continuaba en el centro del mundo.

Copérnico, el gran astrónomo polaco (1473-1543), viajó en su juventud a Italia y allí se contagió del nuevo espíritu de investigación y libre pensamiento. Pronto aceptó que el sol era el centro del universo, aunque no defendió en público estas ideas por temor a la reacción de la Iglesia. Sólo cuando se encontraba en su lecho de muerte, decidió publicar su libro, De Revolutionibus Orbium Coelestium (De las revoluciones de los orbes celestes), que dedicó al Papa con la esperanza de escapar a la censura. Temporalmente tuvo éxito y el libro no fue prohibido hasta los tiempos de Galileo cuando la Inquisición y los jesuitas ―las tropas de choque de la contrarreforma― estaban en pleno auge.

Tycho Brahe, el astrónomo danés (1546-1630), adoptó una posición intermedia, defendía que mientras el sol y la luna giraban alrededor de la tierra, los planteas lo hacían alrededor del sol. Más importante fue el papel del alemán Johannes Kepler (1571-1630) que utilizó los cálculos de Brahe para corregir algunas incorrecciones del modelo de Copérnico y propuso sus tres famosas leyes: el movimiento de los planetas no describe círculos sino elipses; la línea que une un planeta con el sol barre áreas iguales en tiempos iguales y que el cuadro del período de revolución de un planeta es proporcional al cubo de su distancia media al sol.

Estas proposiciones asestaron un duro golpe a las posiciones ortodoxas de la Iglesia. Los planetas tenían que moverse en círculo porque era la forma perfecta. Esta fue la idea aceptada por todos los idealistas desde Pitágoras. La primera ley de Kepler decía que se movían en elipses, ¡muy lejos de ser una forma perfecta! Su segunda ley era aún más monstruosa desde el punto de vista “oficial”, en lugar de un fino y suave movimiento, la velocidad de los planetas en órbita variaba, cuanto más cerca estaban del sol mayor era su velocidad. ¿Cómo estas ideas podían ser compatibles con la noción de una armonía divina en el universo?

La diferencia está en que mientras las teorías de Kepler se basaban en las minuciosas observaciones de Brahe, la postura de la Iglesia se basaba en una teoría idealista que sencillamente se asumía como verdadera. Para el observador de hoy en día parece absurda la posición de aquellos que estaban en contra de Kepler y Copérnico. Todavía se pueden escuchar ecos de este método idealista cuando físicos y matemáticos serios, defienden ecuaciones que no se corresponden con hechos conocidos a través de la observación, sino que se defienden por su supuesto valor estético. Más adelante volveremos sobre esta cuestión.

Galileo

El científico más grande del Renacimiento probablemente fue Galileo (1564-1642). Hizo grandes descubrimientos en el campo de los proyectiles y la caída de los objetos, Galileo fue un defensor convencido de la posición de Copérnico y el primer astrónomo que utilizó el telescopio para la investigación del cielo. Sus observaciones no dejaron ninguna piedra firme del antiguo universo. La luna no era una esfera perfecta, era una superficie irregular, con montañas y mares. Venus tenía fases como el sol y lo más importante de todo, Júpiter tenía cuatro lunas. La Iglesia defendía la existencia de siete planteas porque para ella el siete era un número místico. ¿Cómo podían existir once planetas? La imagen de un profesor negándose a mirar a través del telescopio de Galileo ha pasado al folklore de historia científica, y resume el choque entre dos perspectivas antagónicas del mundo.

En los últimos años se ha intentado minimizar la persecución de la ciencia por parte de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II, emprendió una investigación sobre el “asunto Galileo”, el resultado se publicó en 1992 y revelaba la existencia “graves malentendidos recíprocos” y errores por ambas partes. Pero todo eso ocurrió en “un contexto cultural muy diferente al nuestro”. En octubre de 1993, el Papa envió un mensaje al Congreso sobre Copérnico en la Universidad de Ferrara, con motivo de la conmemoración del 450 aniversario de la publicación del libro De Revolutionibus Orbium Coelestium. Según el Papa, Copérnico era un hombre de ciencia y de fe. En realidad, Copérnico escapó a la persecución eclesiástica porque su libro no vio la luz del día hasta que él se encontró en un lugar seguro, ¡el cementerio!.

La Inquisición sometió dos veces a juicio a Galileo, uno privado (1616) y otro público (1633). En el segundo juicio se le obligó a retractarse de sus ideas, prometió que nunca más defendería que la tierra giraba alrededor del sol o que rotaba sobre su propio eje. De esta forma la Iglesia consiguió silenciar al más grande científico de la época y en el proceso también se sepultó en Italia durante un largo período de tiempo a la ciencia. Otros tuvieron un destino peor. Giordano Bruno (1548-1600) fue quemado en la hoguera en Roma después de ocho años en prisión.

Bruno fue un materialista inflexible, estuvo influenciado por Nicolás de Cusa, quien defendía que el universo no tenía principio ni fin, ni espacio ni tiempo. El materialismo de Bruno tenía ciertos toques de panteísmo, la idea de que Dios está en todas partes y en ninguna, que Dios y la naturaleza son una y la misma cosa. Un concepto similar al hilozoismo defendido por los antiguos jónios, y decía que la materia era una sustancia activa y en movimiento, que el hombre y su conciencia eran parte de la naturaleza, ambos eran un todo. Bruno siguió los pasos de Nicolás de Cusa, y defendía la infinitud del universo.

Afirmó que el universo consistía en un número infinito de mundos, algunos de ellos, posiblemente, habitados. Es fácil comprender por que la Iglesia consideró estas ideas subversivas. Bruno no se amilanó y lo pagó con su vida.

La Iglesia Romana no tuvo el monopolio de la persecución de las nuevas ideas. Lutero denunció a Copernico por ser “un astrólogo que se esfuerza en demostrar que la tierra da vueltas, ni los cielos o el firmamento, ni la luna o el sol”. Como observa Engels: “En esa época las ciencias naturales también se desarrollaron en el seno de la revolución general, y a su vez fueron totalmente revolucionarias; en verdad, debieron conquistar con la lucha su derecho a la existencia. Al lado de los grandes italianos de quienes data la filosofía moderna, ofrecieron sus mártires a la hoguera y a las mazmorras de la Inquisición. Y es característico que los protestantes superasen a los católicos en sus persecuciones contra la libre investigación de la naturaleza. Calvino hizo quemar a Servet en la hoguera cuando éste se hallaba a punto de descubrir la circulación de la sangre, y por cierto que lo mantuvo vivo, asándose, durante dos horas; a la Inquisición, por lo menos, le bastó con quemar vivo a Giordano Bruno”. (Engels. Op. Cit. p. 28).

A pesar de todas las contrariedades, el nuevo modo de pensamiento ganó fue ganando terreno sin parar hasta finales del siglo XVII, cuando consiguió una victoria decisiva. Los mismos científicos que, en nombre de la ortodoxia, condenaron las ideas de Galileo, en la práctica y calladamente descartaban la desacreditada cosmología tolomeica. El descubrimiento de la circulación sanguínea por William Harvey (1578-1657) revolucionó el estudio del cuerpo humano y acabó con los viejos mitos. Fueron los descubrimientos de la ciencia, y no la disputa lógica de los filósofos, los que hicieron insostenibles las viejas ideas.

Aunque los métodos tradicionales de los escolásticos permanecieron aún durante mucho tiempo, cada vez más aparecían más alejados de la realidad. El auge de la ciencia procedía de otra dirección y con otros métodos de observación y experimentación. De nuevo Inglaterra se colocó a la vanguardia al defender el método empírico. El más destacado defensor fue Francis Bacon (1561-1626), que durante un tiempo fue Lord Canciller de Inglaterra con el rey Jaime I, hasta que perdió su puesto porque se había enriquecido aceptando regalos de los litigantes. Después dedicó su talento a un mejor uso, a escribir libros.

Los escritos de Bacon están llenos de un sentido común sensato y práctico, son materialistas en el sentido que inglés se da a la palabra empírico. El espíritu de su obra es el de un hombre del mundo ingenioso y de buena naturaleza. A diferencia de Tomas Moro, Bacon no estaba hecho de la misma sustancia que los mártires. Acepta la religión ortodoxa sólo porque da poca importancia a los principios generales. En su filosofía no juega ningún papel la religión, su filosofía se inspira en la idea del desarrollo del conocimiento como una forma de incrementar el poder del hombre sobre la naturaleza.

Se rebeló contra el dogmatismo de los escolásticos con sus litigios “malsanos y vermiculados” que acaban en “conclusiones equivocadas y altercados”. La única vez en que se mostró verdaderamente indignado tuvo relación con esta cuestión:

“Esta clase de saber degenerado reinó principalmente entre los escolásticos, éstos tenían un ingenio agudo y profundo, abundante tiempo libre y escasa lectura, su ingenio se limitaba a pocos autores (principalmente Aristóteles, su dictador), igualmente, sus personas estaban enclaustradas en las celdas de los monasterios y centros de estudio, conocían poca historia o naturaleza, con escasa cantidad de materia y una disposición infinita a prolongar las afanosas redes de aprendizaje presentes en sus libros. Si para la inteligencia y la mente humanas la contemplación de las criaturas de Dios y trabajar de acuerdo con este material es algo limitado, entonces, trabajar para sí mismo de la misma forma que la araña entreteje su telaraña, es interminable que les hace caer en las telarañas del aprendizaje, admirable por la delicadeza de su trazado y laboriosidad, pero sin esencia o utilidad” (F. Bacon. The Advancement of Learning. p. 26. En la edición inglesa).

Aquí tenemos la sana reacción ante el método estéril del idealismo que vuelve la espalda al mundo real, que convierte en reales los caprichos de su cabeza sólo porque corresponden con prejuicios preconcebidos elevados a la categoría de axiomas. En su lugar, Bacon nos anima a “imitar la naturaleza que no hace nada en vano” (Ibíd. p. 201). Resulta significativo que prefiera a Demócrito, el atomista, antes que a Platón y Aristóteles. Bacon hablaba irónicamente del Artesano Supremo que se suponía había creado el mundo a partir de la nada, y le hacía una pregunta pertinente:

“Pero si el gran artesano tuvo carácter humano, entonces habría creado las estrellas con formas agradables y maravillosas, las habría ordenado como los desgastados tejados de las casas; es difícil que una encuentre acomodo en el cuadrado, triángulo o línea recta, porque entre tal número infinito se diferencia de la armonía existente entre el espíritu del hombre y el espíritu de la naturaleza”. (Ibíd. p. 133).

Este es un punto muy importante, y uno que con frecuencia olvidan los científicos y matemáticos, quienes creen que sus ecuaciones representan la verdad última. En la naturaleza no existen las formas perfectas, ni triángulos, ni círculos, ni planos perfectos, sólo existen objetos materiales y procesos reales, de los que estas representaciones ideales son sólo toscas aproximaciones. Bacon comprendió esto muy bien:

“De aquí que los matemáticos no puedan estar satisfechos excepto si reducen los movimientos de los cuerpos celestes a círculos perfectos, rechazando las líneas espirales e intentando que no se les acuse de excéntricos. De aquí que mientras hay muchas cosas en la naturaleza ya que era monódica, sui juris; entonces las reflexiones del hombre les hacen fingir sobre relatividades, paralelas y conjugados, aunque no sean tal cosa”. (Ibíd.).

Las generalizaciones abstractas en la ciencia, incluidas las matemáticas, son sólo útiles en la medida que se corresponden con el mundo real y por lo tanto encuentran una aplicación en él. Incluso la generalización más fructuosa e ingeniosa, necesariamente, sólo refleja la realidad de una forma parcial e imperfecta. El problema surge cuando los idealistas hacen pretensiones exageradas de sus teorías y las elevan al rango de principio absoluto y esperan que la realidad se adapte a sus teorías.

La tendencia más reciente en la ciencia es la teoría del caos, ésta representa un regreso, aunque en un nivel mucho más elevado, a la línea de argumentación de Bacon y los materialistas del Renacimiento, que volvieron a descubrir una tradición mucho más antigua, la tradición materialista griega de las escuelas jónicas y atomistas. Bacon desarrolló su propia concepción materialista de la naturaleza, se basaba en la idea de que la materia estaba formada por partículas dotadas con múltiples propiedades, y una de ellas era el movimiento, no sólo se limitó al movimiento mecánico también anticipó una hipótesis brillante, que el calor era una forma de movimiento. Se considera el movimiento no sólo un impulso externo o una fuerza mecánica, se le considera una cualidad inherente de la materia, una forma de espíritu vital o tensión interior. Marx lo comprara con el término utilizado por el filósofo alemán Jacob Böhme, “Qual”, término difícil de traducir, significa una tensión interna extrema o “tortura”. De esta forma, las formas primarias de la materia estarían dotadas de movimiento y energía, casi como una fuerza viva. Hoy en día, utilizaríamos la palabra energía. Si comparamos estas ideas con las concepciones inertes, inexpresivas y mecanicistas que se hicieron durante el siguiente siglo, esta visión de la materia es rotundamente más moderna y se aproxima a la posición del materialismo dialéctico.

Esta última observación nos lleva al punto central. El verdadero significado de la filosofía de Bacon fue señalar el camino hacia delante. Aunque incompleta, sí contenía los gérmenes de su futuro desarrollo, como explica Marx en La Sagrada Familia:

“En Bacon, su primer creador, el materialismo oculta aún ingenuamente los gérmenes de su desenvolvimiento universal. La materia sonríe al hombre en todo su poético y sensual esplendor. Pero la misma doctrina aforística rebosa aún de inconsecuencias teológicas”. (Op. Cit. p. 146).

La teoría del conocimiento de Bacon era estrictamente empírica, como Duns Scotus, también negaba la existencia de los “universales”. Desarrolló el método de razonamiento conocido como inducción que ya estaba presente en los trabajos de Aristóteles. Esta es una forma de estudiar experimentalmente las cosas, partimos de una serie de hechos aislados hasta llegar a las proposiciones generales. Como un antídoto al idealismo estéril de los escolásticos, también representaba un paso adelante importante aunque contaba con serias limitaciones, que más tarde se convertirían en un obstáculo para el desarrollo del pensamiento. Es el principio de la particular aversión anglosajona hacia la teoría, una tendencia al empirismo, el culto servil a los “hechos” y el rechazo a aceptar las generalizaciones que han dominado el pensamiento en Gran Bretaña y por extensión en EEUU.

Las limitaciones del método estrictamente inductivo son evidentes. No importa la cantidad de hechos que se examinen, porque sólo toma una excepción para socavar cualquier conclusión general que podamos extraer. Si hemos visto mil cisnes blancos y llegamos a la conclusión de que todos los cisnes son blancos, y después vemos un cisne negro, entonces nuestra conclusión estaría equivocada. Estas conclusiones son hipotéticas, porque exigen más pruebas. La inducción, en última instancia, es la base de todo conocimiento, porque todo lo que conocemos, al final, procede de la observación del mundo objetivo y de la experiencia. Durante un largo período de observación, combinado con una actividad práctica que nos permita demostrar la corrección o no de nuestras ideas, descubriremos toda una serie de relaciones esenciales que existen entre los fenómenos, y demuestran que tienen características comunes y pertenecen a un género o especie en particular.

Las generalizaciones a las que se llega después de un largo período de desarrollo humano, algunas de ellas consideradas axiomas, juegan un papel importante en el desarrollo del pensamiento y no se puede prescindir fácilmente de ellas. El método de pensamiento de la lógica tradicional juega un papel importante, porque establece las reglas elementales que nos impiden llegar a contradicciones absurdas y nos permiten seguir una línea de argumentación consistente. El materialismo dialéctico no considera que la inducción y la deducción sean incompatibles, cree que son aspectos diferentes del proceso de conocimiento dialéctico, inseparablemente relacionados y que se condicionan mutuamente.

El método del conocimiento humano procede de lo particular a lo universal, y también de lo universal a lo particular. Por esa razón es incorrecto y unilateral contraponer una a la otra.

A pesar de intentar hacer lo contrario, es imposible partir de los “hechos” sin tener ninguna concepción previa. Esta teórica objetividad nunca ha existido ni existirá. Cuando nos aproximamos a un hecho, siempre tenemos nuestras concepciones y categorías. Pueden ser conscientes o inconscientes, pero siempre están presentes. Aquellos que imaginan poder ser felices sin filosofía, como ocurre con muchos científicos, lo que hacen es repetir inconscientemente la filosofía “oficial” existente y los prejuicios de la sociedad en la que viven. Por eso es indispensable que los científicos y los pensadores luchen para elaborar un método consistente de mirar el mundo, una filosofía coherente que pueda convertirse en una herramienta adecuada para analizar las cosas y los procesos.

En Introducción a la filosofía de la historia, Hegel ridiculiza, correctamente, a todos aquellos historiadores (muy comunes en Gran Bretaña) que pretenden limitarse a la realidad y para ello se ocultan tras una falsa fachada de “objetividad académica”, mientras que dan rienda suelta a todos sus prejuicios:

“Mas la historia hemos de tomarla tal cual es; se impone que procedamos de un modo histórico, empírico. Entre otras cosas, no debemos dejarnos seducir por los historiadores profesionales, pues estos, en especial los alemanes, que gozan de gran autoridad, hacen lo mismo que echan en cara a los filósofos, a saber: introducir aprióricas fantasías en la historia (...) Como primera condición, podríamos enunciar la de que captemos fielmente lo histórico; es en esas expresiones generales, como ‘fiel’ y ‘captar’, donde se da el equívoco. Incluso el historiador habitual y mediocre, que acaso opina también y afirma, se comporta sólo receptivamente y abandonándose a lo dado; no permanece pasivo en su pensamiento, pues aporta sus categorías y ve lo existente a través de ellas.

Especialmente en todo lo que debe ser científico, no puede permanecer inactiva la razón y ha de ser empleada la reflexión. A quien considera el mundo como racional, también el mundo lo tiene a él por racional: ambas cosas están en acción recíproca. Pero los diversos modos propios de especulación, de los criterios y de la apreciación sobre la importancia o insignificancia de los hechos no son de este lugar”. (Hegel. Filosofía de la historia. Barcelona. Ediciones Zeus. 1971. pp. 39-40).

Las ideas de Bertrand Russell eran diametralmente puestas al materialismo dialéctico, pero hace una crítica correcta de las limitaciones del empirismo, para ello sigue la misma línea de Hegel:

“En general la formación de hipótesis es la parte más difícil de la obra científica y en la que es indispensable una gran habilidad. Hasta ahora, no se ha hallado ningún método que haga posible la invención de hipótesis por medio de reglas. Habitualmente, una hipótesis es un preliminar necesario para la colección de hechos, puesto que la selección de éstos requiere algo previo que determine su importancia. Sin algo de esta clase, la mera multiplicidad de hechos es desconcertante”. (B. Russell. Op. Cit. pp. 162-163)

La escuela baconiana de pensamiento ejerció una influencia contradictoria en los acontecimientos posteriores. Por un lado, al acentuar la necesidad de la observación y la experimentación, impulsó la investigación científica. Por otro lado, permitió el surgimiento de una estrecha perspectiva empirista que ha tenido un efecto negativo en el desarrollo del pensamiento filosófico, sobre todo en Gran Bretaña. En La dialéctica de la naturaleza, Engels señala la paradoja de esta escuela empírica que imaginaba haberse deshecho de una vez por todas de la metafísica, cuando en realidad, terminó aceptando todo tipo de ideas místicas.

Se había ganado la batalla inmediata contra la religión. La ciencia se había liberado de los lazos de la teología que la habían mantenido esclavizada durante mucho tiempo. Sería la condición previa para que la ciencia diera un salto de gigante, consiguió más en un siglo que en los mil años anteriores. Pero esta nueva perspectiva del mundo todavía estaba poco desarrollada, y en general, se caracterizaba por un empirismo ingenuo y superficial, que todavía no se había alejado de una vez por todas de la religión y el idealismo. “La emancipación de las ciencias naturales respecto de la teología comienza a partir de ahí, aunque la batalla entre determinadas formulaciones de unas y otra se arrastra hasta nuestros días, y en muchos cerebros no ha terminado aún” (Engels. Op. Cit. p. 29).

Cien años después, a pesar de los avances inimaginables realizados por la ciencia y el conocimiento humano, todavía no se ha ganado la batalla decisiva.

La época de la inmutabilidad

En el Renacimiento, como en la antigüedad, la filosofía y la ciencia, que eran la misma cosa, se veía la naturaleza como una sola cosa, un conjunto interdependiente. Adelantaron hipótesis brillantes, por ejemplo, sobre la naturaleza del universo, pero estas hipótesis no se podían verificar o desarrollar debido a la situación en la que se encontraban la tecnología y la producción.

Sólo con el nacimiento del capitalismo, y en particular con la revolución industrial, fue posible investigar detalladamente el funcionamiento de la naturaleza en sus distintas manifestaciones. Este acontecimiento alteró profundamente la forma de mirar al mundo:

“Una verdadera ciencia de la naturaleza no data propiamente sino de la segunda mitad del siglo XV, y a partir de entonces ha hecho progresos con velocidad siempre creciente. La descomposición de la naturaleza en sus partes particulares, el aislamiento de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas clases especiales, la investigación del interior de los cuerpos orgánicos según sus muy diversas conformaciones anatómicas, fue la condición fundamental de los progresos gigantescos que nos han aportado los últimos cuatrocientos años al conocimiento de la naturaleza. Por todo ello nos ha legado también la costumbre de concebir las cosas y los procesos naturales en su aislamiento, fuera de la gran conexión de conjunto. No en su movimiento, por tanto, sino en su reposo; no como entidades esencialmente cambiantes, sino como subsistencias firmes; no en su vida, sino en su muerte. Y al pasar ese modo de concepción de la ciencia natural a la filosofía, como ocurrió por obra de Bacon y Locke, creó en ella la específica limitación de pensamiento de los últimos siglos, el modo metafísico de pensar”. (Engels. Anti Dühring. p. 21)

En los escritos de Thomas Hobbes (1588-1679), el materialismo de Bacon se desarrolla de una forma sistemática. Hobbes vivió en un período de revolución. Era un monárquico convencido que experimentó de primera mano el vendaval de la guerra civil inglesa. La inminente victoria del Parlamento le obligó a huir a Francia, donde se encontró y coincidió con Descartes. Sus convicciones monárquicas le llevaron a simpatizar con los monárquicos exiliados entre los que vivió (durante un tiempo enseñó matemáticas al príncipe Carlos). Pero como le ocurrió a Hegel, sus ideas políticas conservadoras no le impidieron que su filosofía fuera considerada sospechosa por las autoridades, la ideas de Hobbes eran demasiado radicales para sus contemporáneos. El tono materialista que utiliza en el Leviatán, publicado en 1651, provocó la ira de la Iglesia y del gobierno francés, al mismo tiempo, sus teorías sociales ofendían a los exiliados británicos debido a su racionalismo. Hobbes tuvo que huir a Gran Bretaña, allí Cromwell le dio la bienvenida, siempre y cuando se abstuviera de cualquier actividad política.

La restauración monárquica después de la muerte de Cromwell, llegó acompañada de numerosas restricciones de la libertad intelectual. Se expulsó a los baconianos Oxford y Cambridge y estos centros perdieron su carácter científico. Desde 1662 a 1695 existió una censura férrea. Hobbes temía que los obispos le intentaran quemar en la hoguera por ser sospechoso de ateísmo, incluso se mencionó esta cuestión en un informe parlamentario. Su libro Behemont no pudo ver la luz en 1679. Desde ese momento no pudo publicar nada importante en Inglaterra por temor a la represión eclesiástica.

No es difícil de entender porqué se ganó esta reputación. Desde la primera página de su Leviatán, proclama con un espíritu intransigente la doctrina materialista. Para él no existe absolutamente nada en la mente humana que no tenga su origen en los sentidos:

“Por lo que respecta a los pensamientos del hombre, quiero considerarlos en primer término singularmente, y luego en su conjunto, es decir, en su dependencia mutua.

Singularmente, cada uno de ellos es una representación o apariencia de cierta cualidad o de otro accidente de un cuerpo exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamados objeto. Dicho objeto actúa sobre los ojos, oídos y otras partes del cuerpo humano, y por su diversidad de actuación producto diversidad de apariencias.

El origen de todo ello es lo que llamamos sensación (en efecto: no existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos). Todo lo demás deriva de este elemento primordial”. (T. Hobbes. Del ciudadano y Leviatán. Madrid. Editorial Tecnos. 1999. P. 49).

En otra parte, llega a atribuir los orígenes de la religión a las supersticiones primitivas que surgen de fenómenos como los sueños, aunque, por razones obvias, limita la aplicación de esta idea a las ¡religiones no cristianas!

“De esta ignorancia para distinguir los ensueños y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones, surgieron en su mayor parte de las creencias religiosas de los gentiles, en los tiempos pasados, cuando se adora a sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones por el estilo; tal es, también, ahora, el origen del concepto que la gente vulgar tiene hadas, fantasmas y duendes, así como del poder de las brujas”. (Ibíd. p. 56).

Siguiendo los pasos de Bacon, Hobbes apela directamente a la naturalezacomo la fuente de todo conocimiento:

“La Naturaleza misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en copiosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordinariamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la enfermedad, o por defectos de constitución de los órganos). Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de locos que las evalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva”. (Ibíd. pp. 69- 70).

Y como Bacon y Duns Scotus, sigue la tradición del nominalismo, negando la existencia de los universales excepto en el lenguaje.

“De todos los nombres, algunos son propios y peculiares de una sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombres, caballo, animal. Aún cuando cada uno de estos sea un nombre, es, no obstante nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en conjunto constituyen lo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los hombres, porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular” (Ibíd. p. 66).

En comparación con Bacon, el método de Hobbes es más elaborado, aunque al mismo tiempo, es parcial, rígido, en una palabra, mecanicista. Esto no era casualidad, por que la ciencia, que había avanzado más rápidamente que la época, era una ciencia mecánica. Cada vez más, todo el funcionamiento del mundo se veía de una forma mecánica. Para Hobbes la sociedad era como el cuerpo humano, y éste, a su vez, era sólo una máquina.

“La naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos, ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que mueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas, como lo hace el reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios, que son sino diversas fibras; y las articulaciones, sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional que es la más excelsa de la naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín, civitas) que no es sino un hombre artificial”. (Ibíd. pp. 45-46)

Marx resume la contribución de Hobbes en el siguiente pasaje de La sagrada familia:

“Partiendo de Bacon, Hobbes formula el razonamiento siguiente: Si la materialidad proporciona al hombre todos sus conocimientos, entonces la intuición, la idea, la representación, etc., no son más que fantasmas del mundo material más o menos despojados de su forma sensible. La ciencia sólo puede dar un nombre a estos fenómenos. Un solo y mismo nombre puede aplicarse a varios fantasmas. Incluso puede haber nombre de nombres. Pero sería contradictorio afirmar por una parte que todas las ideas tienen su origen en el mundo material y sostener por otra parte que una palabra es más que una palabra y que, además de los seres representados, siempre individuales, existen también seres generales. Una substancia inmaterial es no menos contradictoria que un cuerpo inmaterial. Cuerpo, ser, substancia, con una sola y misma idea real. No puede separase el pensamiento de una materia que piensa. Ella es el sujeto de todos los cambios. La palabra infinito no tiene sentido, a no ser que signifique la capacidad de nuestro espíritu de adicionar sin fin. Como sólo lo material puede ser objeto de la percepción y del saber, nada sabemos de la existencia de Dios. Sólo es cierto mi propia existencia. Toda pasión humana es un movimiento mecánico que empieza o termina. Los objetos de los impulsos son el bien. El hombre está sometido a las mismas leyes que la naturaleza. Poder y libertad son idénticos”. (Marx y Engels. Op. Cit. p. 146).

La visión mecanicista del mundo, en un sentido, representa un paso atrás con relación a Bacon. “La materialidad pierde su flor y se convierte en la materialidad abstracta del geómetra. El movimiento físico es sacrificado al movimiento mecánico o matemático; la geometría es proclamada la ciencia fundamental. El materialismo se torna misántropo a fin de poder vencer en su propio terreno al espíritu misántropo e inmaterial, el materialismo ha de martirizar su propia carne y volverse asceta. Así se presenta como un ente de razón, pero desarrolla igualmente la lógica inexorable de la inteligencia”. (Ibíd. p. 146). Este tipo de materialismo mecánico fue el que predominó durante el próximo siglo y medio en Gran Bretaña y Francia.

John Locke (1632-1704) siguió el mismo camino que Hobbes, creía que la experiencia es la única fuente de ideas. A él pertenece la célebre máxima: nihil est in intellectu, quod non prius fuit in sensu (no hay nada en el intelecto que no se derive de los sentidos). Fue Locke, con su Ensayo sobre el entendimiento humano, quien suministró la razón para el principio fundamental de Bacon, el origen de todo el conocimiento y las ideas humanas se encontraba en el mundo material que nos llega a través de nuestra percepción sensorial. Es el filosofo del razonable sentido común: “Locke había fundado la filosofía del buen sentido, es decir, estableció por un rodeo que no existía una filosofía distinta del buen sentido y de la razón descansando en el sentido común”. (Ibíd. p. 147). La “Razón” decía, “debe ser nuestro juez y guía en todo”. La obra de Locke fue traducida al francés, e inspiró a Condillac y otros para lanzar la escuela francesa de filosofía materialista, que preparó intelectualmente, el terreno para la revolución de 1789-93.

El avance de la ciencia

Desde el final del siglo XVII hasta principios del siglo XVIII, el mundo de la ciencia experimentó una transformación total, gracias a las conquistas del período anterior. En Inglaterra, la victoria de la burguesía en la Guerra Civil y el posterior compromiso de una monarquía constitucional después de 1688, crearon unas condiciones relativamente más libres para el desarrollo de la investigación científica. Al mismo tiempo, el crecimiento del comercio y la manufactura crearon la necesidad de desarrollar una tecnología más avanzada y el capital necesario para pagarla. Fue un período sin precedentes de innovación y progreso científico.

Los pasos delante de la óptica hicieron posible la invención del microscopio. En Francia, Gassendi recuperó las teorías atómicas de Demócrito y Epicuro. En Alemania, Von Guericke inventó la bomba de aire. Robert Boyle consiguió grandes avances en química. Los descubrimientos de Copérnico, Brahe, Kepler, Galileo y Huygens prepararon el terreno para la revolución newtoniana en la astronomía, por otra parte necesaria porque la navegación exigía más seguridad. En esa época, la ciencia estaba dominada por el método mecanicista, es decir, había que interpretar los fenómenos naturales con relación a su forma, tamaño, posición, medidas y movimiento de corpúsculos, y había que explicar su comportamiento, exclusivamente, en cuanto a su contacto con otras partículas.

El principal exponente de la nueva ciencia fue Isaac Newton (1643-1727), que se convertiría en presidente de la Royal Society en 1703, y ejerció una influencia colosal no sólo en la ciencia, también en la filosofía y en la forma de pensar de todo el período en el que vivió y mucho tiempo después. El poeta Alexander Poppe resume en un poema la actitud aduladora que tenían los ingleses contemporáneos hacia Newton:

“La naturaleza y sus leyes estaban en la oscuridad: Dios dijo ‘que sea Newton’, y se hizo la luz”

Newton nació en 1642 el día de Navidad, el mismo año en que murió Galileo y estalló la guerra civil entre Carlos I y el Parlamento. En 1867, publicó su famoso Principia Mathematica, donde incluía las leyes del movimiento: ley de la inercia, ley de la proporcionalidad de la fuerza y el movimiento, ley de la igualdad de acción y reacción, de las que se derivan los principios básicos de la filosofía clásica. También propuso y demostró su teoría de la gravitación universal. Esta teoría representa la ruptura definitiva con el viejo dibujo del mundo de Aristóteles y Tolomeo. En lugar de esferas celestes dirigidas por ángeles, Newton propuso un esquema del universo que funcionaba según las leyes de la mecánica, sin la necesidad de una interpretación divina, excepto, por el impulso inicial necesario para poner todo el conjunto en movimiento.

Newton era un producto típico de la escuela empírica inglesa y prefirió no hacer preguntas sobre el papel del Todopoderoso en su universo mecánico. Por su parte, el establishment religioso, personificado en el Obispo Sprat, tuvo que reconocer lo inevitable y propuso un compromiso con la ciencia, igual que el acuerdo entre el rey Guillermo y el Parlamento, el compromiso duró aproximadamente un siglo, hasta que llegaron los descubrimientos de Darwin. La necesidades del capitalismo garantizaron que se dejara en paz a la ciencia y que ésta pudiera continuar con su trabajo.

Igual que los grandes pensadores del Renacimiento, los científicos de la época de Newton en su mayoría eran hombres dotados de amplia visión científica. El propio Newton no fue sólo astrónomo, también fue matemático, óptico, mecánico e incluso químico. Su contemporáneo y amigo, Robert Hook, no solo fue el físico experimental más grande antes de Faraday, también fue químico, matemático, biólogo e inventor, compartió con Papin el honor de preparar el camino para la máquina de vapor.

La invención del cálculo

El descubrimiento del cálculo infinitesimal, que revolucionó las matemáticas, fue atribuido a Newton y a Leibniz. Es posible que ambos llegaran por separado a la misma conclusión. Newton, en su Método de las fluxiones, concibe la línea como una “cantidad en movimiento” (el “fluente”), la velocidad por medio de la cual “fluye” es descrita como su fluxión. Newton hace referencia a un “momento”, de una duración infinitamente pequeña, en el cual, el fluente aumentará en un tiempo infinitamente pequeño. Esta idea representó una ruptura total con el método tradicional de las matemáticas, que excluía completamente los conceptos infinito e infinitesimal, se suponía que no existían.

Ahora, el método de Newton permitía a los matemáticos ocuparse por primera vez del movimiento. Newton habla de las “matemáticas del movimiento y el crecimiento”. Este instrumento le permitió formular las leyes del movimiento planetario descubiertas por Kepler como las leyes generales del movimiento y la materia.

El descubrimiento del cálculo infinitesimal resultó fundamental para el desarrollo de la ciencia. En la medida que implicaba una contradicción, rápidamente provocó una controversia que duraría mucho tiempo. El primer detractor del cálculo no fue otro que el obispo Berkeley, quien rechazó el uso de cantidades infinitesimalmente pequeñas. Para él, el cálculo entraba en contradicción con la lógica y por lo tanto, era inaceptable. “¿Qué son estas fluxiones?”, se preguntaba, “Las velocidades de aumentos efímeros. Y, ¿qué son estos aumentos efímeros? No son cantidades finitas y tampoco son cantidades infinitamente pequeñas, por lo tanto, no son nada. Quizá podríamos llamarles fantasmas de cantidades pasadas”. (Citado por Hooper. Op. Cit. p. 322. En la edición inglesa).

De nuevo nos encontramos con la principal limitación del método de la lógica formal. Su premisa básica es la supresión de toda contradicción. Pero el movimiento es una contradicción, es estar y no estar en el mismo lugar y al mismo tiempo. Hegel, en el primer volumen de Ciencia de la Lógica, trata en detalle el cálculo diferencial y el integral, y demuestra que se ocupa de magnitudes en proceso de desaparición, no antes, cuando son magnitudes infinitas y no después, cuando son nada, se trata de magnitudes que están y no están. Evidentemente estas ideas entran en contradicción con las leyes de la lógica formal y lógicamente, provocaron la indignación de los lógicos y matemáticos ortodoxos. A pesar de los obstáculos, los nuevos matemáticos consiguieron resultados brillantes y lograron resolver problemas que hasta ese momento no habían conseguido solucionar los métodos tradicionales. Cuando Newton publicó el Principia, lo tuvo que rehacer y darle la forma de la geometría clásica griega, y así encubrir que había utilizado para sus cálculos este nuevo método.

Newton también adelantó la teoría corpuscular de la luz, en ella decía que la luz se descomponía en minúsculos corpúsculos proyectados a través del espacio por los cuerpos luminosos. A principios del siglo XIX, esta teoría se abandonó en favor de la teoría ondulatoria de Huygen, vinculada a la idea del “éter”, un hipotético medio sin peso e invisible, que como ocurre con la “materia oscura” de nuestros astrónomos modernos, no podía ser detectado por nuestros sentidos, supuestamente trascendía por el espacio y llenaba los huecos existentes entre el aire y el resto de materia.

Esta teoría, hasta 1900 parecía explicar todo lo que se conocía sobre el fenómeno de la luz, entonces, Max Planck propuso la idea de que la luz se transmitía en pequeños paquetes de energía o “cuantos”. Así, se revitalizó la antigua teoría newtoniana de las partículas, aunque con una gran diferencia. Se descubrió que las partículas subatómicas se comportaban como ondas y también como partículas. Este concepto en sí tan contradictorio e “ilógico”, escandalizó a los lógicos formales, como ocurrió en el pasado con el cálculo diferencial e integral. Finalmente, tuvieron que aceptarla de mala gana, sencillamente, porque como ocurrió con el cálculo, la teoría contó con el respaldo de los resultados prácticos. En cada giro decisivo vemos el mismo choque entre los avances reales de la ciencia y los obstáculos que encuentra en su camino debido a formas anticuadas del pensamiento.

No existe duda alguna de la contribución revolucionaria de Newton a la ciencia, aunque su legado tenga sus ventajas e inconvenientes. La adulación acrítica que en vida recibió en Inglaterra, oscureció el papel tan importante de sus contemporáneos, como Hooke, que publicó su Principia siete años antes, aunque sin el respaldo matemático necesario, o Leibniz, el filósofo alemán que probablemente fue el auténtico descubridor del cálculo. Algunas de las teorías newtonianas ya fueron propuestas mucho antes por Galileo y Kepler. Su contribución más importante fue la sistematización y resumen de los descubrimientos del período anterior, darles una forma general y respaldarlos con cálculos matemáticos.

El aspecto negativo de la enorme autoridad de Newton, es que permitió el surgimiento de una nueva ortodoxia que inhibió durante mucho tiempo el pensamiento científico. “Su capacidad era tan grande y su sistema tan perfecto que desalentó de un modo positivo el progreso científico durante un siglo, o lo permitió únicamente en terrenos que él no había explorado”. (J. D. Bernal. Op. Cit. p. 372). Los límites de la escuela empirista inglesa se resumen en su célebre frase: hypothesis non fingo (yo no hago hipótesis). Esta máxima se convertiría en el grito de batalla del empirismo, y que no tiene nada que ver con el método científico actual, ni siquiera con el método de Newton, por ejemplo, en el campo de la óptica realizó “numerosas conjeturas como son las causas físicas de la óptica y otros fenómenos, e incluso, en parte, llego a proponerlas como hechos” (Forbes y Dijksterhaus. Op. cit. Vol. 1. P. 247. En la edición inglesa).

Los avances de la ciencia fueron enormes. Este período legó una visión general del mundo conservadora. La perspectiva estática y mecánica dominó la mente de los hombres durante generaciones, como señala Engels:

“Pero lo que caracteriza en particular a ese período es la elaboración de una peculiar concepción general, cuyo punto central es la noción de la absoluta inmutabilidad de la naturaleza. Sea cual fuere la manera en que llegó a existir esta última, una vez existente se mantenía tal como era mientras continuase existiendo. Los planetas y los satélites, después de ser puestos en movimiento por el misterioso ‘primer impulso’, seguían girando en sus elipses predeterminadas para toda la eternidad, i por lo menos hasta el final de todas las cosas. Las estrellas se mantenían fijas e inmóviles para siempre en sus lugares, y unas a otras se conservaban en la eternidad, o desde el primer día de su creación, como se quiera. Los ‘cinco continentes’ de la actualidad existieron siempre, y siempre tuvieron las mismas montañas, valles y ríos, el mismo clima, la misma flora y fauna, salvo en los casos en que se hubiera producido cambios o transplantes por mano del hombre. Cuando nacieron, las especies de plantas y animales quedaron establecidas para siempre; lo igual producía continuamente lo igual, y ya era mucho para Linneo el admitir la posibilidad de que aquí y allá hubiesen surgido nuevas especies por cruzamiento. En contraste con la historia de la humanidad, que se desarrolla en el tiempo, a la naturaleza se le asignaba sólo un despliegue en el espacio. Se le negaba todo cambio, todo desarrollo. Las ciencias naturales, tan revolucionarias al principio, se vieron de pronto ante una naturaleza desde todo punto d vista conservadora, en la cual todo era hoy como había sido al comienzo y en la que -hasta el fin del mundo, o por toda la eternidad- todo seguiría siendo como fue antes”. (Engels. La dialéctica de la naturaleza. pp. 29-30).

La decadencia del empirismo

Mientras que el materialismo de Bacon reflejaba la esperanza, una mirada hacia delante del Renacimiento y la reforma, la filosofía de finales del siglo XVII y principios del XVIII se formó en un clima diferente. En Inglaterra, los ricos y poderosos quedaron conmocionados durante la guerra civil y sus “excesos”.

Después de quebrantar el poder de la monarquía absolutista, la burguesía ya no necesitaba los servicios de la pequeña burguesía revolucionaria y de las capas más bajas de la sociedad, las tropas de choque de Cromwell que habían comenzado a reivindicar sus propias demandas independientes, no sólo en el terreno de la religión, también con relación a la existencia de la propiedad privada.

El propio Cromwell aplastó a la izquierda, representada por levellers y diggers, pero los ricos comerciantes presbiterianos de Londres no se sintieron seguros hasta después de la muerte de Cromwell, ellos habían invitado al príncipe Carlos a que regresara de Francia. El compromiso con los Estuardo no duró mucho tiempo y la burguesía tuvo que echar del trono a Jaime, el sucesor de Carlos. Pero esta vez no hubo llamamiento a las masas, recurrieron a los servicios del protestante holandés Guillermo de Orange, éste tomó posesión del trono inglés con la condición de que aceptara el poder del parlamento. Este acuerdo es conocido como la “Revolución Gloriosa” (aunque no tuvo nada que ver con el nombre) y estableció de una vez por todas el poder de la burguesía en Inglaterra.

La época estuvo caracterizada por un rápido crecimiento del comercio y la industria, acompañado de gigantescos avances en la ciencia. Sin embargo, en el reino de la filosofía no se consiguieron grandes resultados. Estos períodos no son conducentes a amplias generalizaciones filosóficas. “Los nuevos tiempos”, escribía Plejánov, “van acompañados de nuevas aspiraciones y éstas provocan la aparición de nuevas filosofías”. La época revolucionaria heroica había pasado, la nueva clase dirigente ya no quería oír hablar de este tipo de cosas.

Incluso bautizó la auténtica revolución que había quebrantado el poder de sus enemigos, ahora se llamaba “la gran rebelión”. Los ricos se guiaban por estrechas consideraciones prácticas y miraban con recelo la teoría, a pesar de todo impulsaron la investigación científica que tuvo consecuencias prácticas, traducibles en libras, chelines y peniques. Este espíritu egoísta impregnó todo el pensamiento filosófico de la época, al menos en Inglaterra, animada sólo por las obras satíricas de Swift y Sheridan.

La nueva evolución del empirismo revelaba su carácter limitado que terminó llevando a la filosofía anglosajona a un cul-de-sac del que todavía no ha conseguido salir. Este aspecto negativo del “sensacionalismo” ya era evidente en los escritos de David Hume (1711-1776) y George Berkeley (1685- 1753). Este último fue obispo de Cloyne en Irlanda y vivió al final de un período tormentoso cuando Irlanda había entrado en el torbellino de la guerra civil de Inglaterra y los subsiguientes alzamientos religiosos y dinásticos que terminaron en la “revolución gloriosa” y la batalla de Boyne, la lucha entre un pretendiente inglés y otro holandés terminó con una traición a los intereses del pueblo irlandés.

Berkeley reflejaba el ambiente dominante de conservadurismo filosófico, estaba obsesionado con la necesidad de luchar contra las que consideraba tendencias subversivas en la ciencia contemporánea y que representaban una amenaza para la religión. Era un pensador astuto, aunque no original, y pronto comprendió que era posible aprovechar el aspecto débil del materialismo de la época para transformarlo exactamente en su contrario. Esta tarea la realizó con bastante efectividad en su obra más importante, Tratado sobre los principios del conocimiento humano (1734).

Tomó como punto de partida las premisas filosóficas de Locke e intentó demostrar que el mundo material no existía. La teoría empirista del conocimiento de Locke empieza con una proposición evidente: “Interpreto el mundo a través de mis sentidos”. Además hay que añadir la también evidente proposición: el mundo existe independientemente de mis sentidos y las impresiones que me proporcionan mis sentidos proceden del mundo material externo a mi. Si no aceptamos esta proposición, entonces rápidamente entraremos en el grotesco terreno del misticismo e idealismo subjetivo.

Berkeley era consciente de que una posición materialista consistente terminaría derrotando a la religión. Recelaba profundamente de la nueva ciencia porque parecía no dejar lugar para el Creador. Newton se consideraba creyente, pero su concepción del universo como un vasto sistema de cuerpos en movimiento actuando de acuerdo con las leyes de la mecánica, disgustaba profundamente al obispo. ¿Dónde quedaba Dios? La realidad es que Newton asignó al Todopoderoso la tarea de dar el empujón inicial a partir del cual todo comenzó, pero después ¡parece que Dios no tenía mucho que hacer!

Locke, como Newton, nunca renunció a la religión, pero la simple declaración de la existencia de Dios (deísmo), mientras que no le dejaban ningún papel en los asuntos del hombre y la naturaleza, era sólo una hoja de parra que ocultaba convenientemente su incredulidad. “Al menos para el materialista, el teísmo no es sino el medio cómo e indolente de librarse de la religión”. (Marx y Engels. La sagrada familia. p. 147). Siguiendo los pasos de Newton, Locke se contentó con dar por sentado la existencia de una deidad que, después de dar un pequeño empujón al universo, se retiró a los márgenes del universo para el resto de la eternidad permitiendo al hombre de ciencia continuar con su obra. Era el equivalente filosófico de la monarquía constitucional establecida, mediante un compromiso, entre el parlamento y Guillermo III después de Revolución Gloriosa de 1688, que, a propósito, era el ideal político de Locke.

El disfraz deísta no engañó a Berkeley. Evidentemente había un punto débil. ¿Qué sucede si el universo no comenzó de esta forma? ¿Qué sucede si siempre había existido? Locke y Newton aceptaron que, siguiendo las leyes de la mecánica elemental, el universo debería haber comenzado con un impulso externo. Pero tampoco se podía rechazar la afirmación contraria, que el universo hubiera existido eternamente. Si este es el caso, la última posibilidad de que el Creador tuviera un papel en el universo, habría desaparecido completamente. Locke también suponía que además de la materia, el universo contenía sustancias “inmateriales”, mentes y almas. Pero como él mismo confesó, esta conclusión no procedía necesariamente de su sistema. El conocimiento debía ser sólo otra propiedad de la materia (como es en realidad), una propiedad de la materia organizada de una forma determinada. Aquí también se pueden ver como de sus premisas materialistas aparecen las concesiones de Locke a la religión, como si hubieran aparecido por casualidad.

La filosofía de Berkeley, y la de Hume, es la expresión de una reacción contra el período anterior, un período tormentoso y revolucionario, en su mente identificado con el materialismo, la raíz del ateísmo. Berkeley, conscientemente, se dispuso a erradicar el materialismo de una vez por todas y para ello estaba dispuesto a utilizar los medios más radicales, por ejemplo, negando la existencia de la propia materia. Empezó con la afirmación incuestionable, “interpreto el mundo a través de mis sentidos”, a partir de aquí, llega a la conclusión de que el mundo sólo existe cuando lo percibo, esse est percipi, (Ser es ser percibido).

“Si digo que la mesa en la que estoy escribiendo existe, eso significa que yo la veo y la siento; y si yo estuviera fuera de mi estudio podría afirmar su existencia en el sentido de que si estuviera en mi estudio la podría percibir o que cualquier otro espíritu la está percibiendo en este momento.

¿Qué son los objetos arriba mencionados sino cosas que percibimos a través de los sentidos? ¿Y qué percibimos además de nuestras propias ideas o sensaciones? Y, francamente, no resulta repugnante que cualquiera de estas cosas o combinación de ellas, existan sin ser percibidas?” (Berkeley. Tratado sobre los principios del conocimiento humano. pp. 66- 67. En la edición inglesa).

Aquí es donde el empirismo, materialismo inconsistente, nos consigue llevar a su lógica o más bien, a sus conclusiones ilógicas. El mundo no puede existir si no lo observo. Esto es lo que quiere decir exactamente Berkeley. En realidad considera extraño a todo aquel que opine de otra forma. “Resulta extraño que la opinión dominante entre los hombres sea que las casas, las montañas, los ríos y en una palabra todos los objetos sensibles, tengan una existencia natural o real distinta del ser que percibe el entendimiento”. (Ibíd. p. 66). La duda surge en que convierte al mundo en real por el simple hecho de percibirlo. Berkeley responde: “El perceptor o ser activo es lo que llamo MENTE, ESPIRITU, ALMA o YO MISMO”. (Ibíd. p. 65).

Todo es claro y diáfano. Estamos ante la doctrina del idealismo subjetivo, sin tener que recurrir a “si” o “pero”. Los filósofos modernos de las diferentes escuelas del positivismo lógico siguen la misma línea, aunque carecen del estilo y honestidad de Berkeley. La consecuencia de este método de pensamiento es un misticismo extremo y la irracionalidad. En última instancia, defiende la noción de que sólo yo existo y el mundo sólo existe en la medida que yo estoy para observarlo. Si salgo de la habitación entonces ésta deja de existir. ¿Cómo trató Berkeley este inconveniente? Fácilmente. Habría objetos que mi mente no percibe, pero sí son percibidos por la “mente cósmica” de Dios y por lo tanto existen. De esta forma, el Todopoderoso, hasta entonces reducido a una existencia precaria en los márgenes de un universo mecánico, ahora regresaba a un mundo completamente libre de materia. Así, Berkeley creía haber conseguido “un triunfo fácil y total sobre todas las miserables sectas de ateístas”.

En términos puramente filosóficos, la filosofía de Berkeley está abierta a muchas objeciones. En primer lugar, su crítica principal de Locke era que duplicaba el mundo, es decir, suponía que detrás de las percepciones sensoriales que, de acuerdo con el empirismo, son las únicas cosas que podemos conocer, existía un mundo externo de cosas materiales. Para acabar con esta dualidad, Berkeley sencillamente negó la existencia del mundo objetivo. Pero esta negación en absoluto resuelve el problema. Nosotros, percibimos algo a parte de nuestras percepciones sensoriales. La única diferencia es que este “algo” no es el mundo real y material, para Berkeley es el mundo inmaterial de los espíritus creado por la “mente cósmica” de Dios. En otras palabras, tomando nuestras percepciones sensoriales como algo independiente, separadas y aparte del mundo material objetivo que existe fuera de nosotros, rápidamente entramos en el reino del espiritualismo, la peor clase de misticismo.

Los argumentos de Berkeley sólo tienen cierto grado de consistencia si aceptamos su premisa inicial, sólo podemos conocer las impresiones sensoriales pero nunca el mundo real que existe fuera de nosotros. Esta idea la plantea de una forma dogmática al principio y lo demás, deriva de esta primera proposición. En otras palabras, presupone que debemos demostrar que nuestras sensaciones e ideas no son el reflejo del mundo externo a nosotros. Las sensaciones y las ideas no son una propiedad de la materia pensante, de un cerebro y sistema nervioso humanos, que se pueden investigar y comprender científicamente, en su lugar, son cosas misteriosas pertenecientes al mundo de los espíritus y emanan de la mente de Dios. No nos sirven para conectar con el mundo, en realidad son una barrera impenetrable, más allá de ella no podemos conocer con certeza nada.

Berkeley llevó los argumentos del empirismo al limite y consiguió convertirlos en su contrario. Engels señala que Bacon en su historia natural incluso describe formas para convertir las cosas en oro. “De la misma manera, en su vejez Isaac Newton se afanó por exponer la Revelación de San Juan. De manera que no debe sorprender que en los últimos años el empirismo inglés en la persona de algunos de sus representantes ―y no los peores―, parezca haber caído víctima, sin remedio, de la invocación y visión de espíritus, importadas de Norteamérica”. (Engels. La dialéctica de la naturaleza. p. 49).

Como podremos ver la propensión al pensamiento místico no ha desaparecido, sino más bien parece aumentar en proporción geométrica a los avances de la ciencia. Este es el a pagar por la actitud arrogante de los científicos que imaginan, equivocadamente, que pueden trabajar actuar sin principios filosóficos. Expulsada por la puerta principal, la filosofía, inmediatamente, vuelve a entrar por ventana e invariablemente vuelve con su forma más mística y retrógrada.

En última instancia, todas las ideas proceden de este mundo material objetivo, que según Berkeley no existe, y al final, su validez o no, viene determinada por la práctica, a través de la experimentación, de múltiples observaciones y sobre todo, de la actividad práctica del ser humano en la sociedad. Berkeley vivió en una época en que la ciencia consiguió, con gran éxito, liberarse del abrazo mortal de la religión y por lo tanto, pudo dar grandes pasos adelante. ¿Cómo se adaptaron las ideas de Berkeley a la situación? ¿Cómo explican las ideas de Berkeley el mundo material? ¿Qué relación guardan con los descubrimientos de Galileo, Newton y Boyle? Por ejemplo, según Berkeley, la teoría corpuscular de la materia es incorrecta.

Berkeley rechazó la teoría gravitatoria de Newton porque ésta intentaba explicar las cosas mediante “causas corpóreas”. Aunque el sol y la luna, seres materiales, tienen masa, la única fuerza gravitatoria que pueden ejercer está sólo en mi imaginación. También desaprobó el descubrimiento matemático más importante, el cálculo diferencial e integral, si él habrían sido imposibles los logros conseguidos por la ciencia moderna. Pero no importa, porque el concepto de divisibilidad infinita del “espacio real” va en contra de los postulados básicos de su filosofía, y por eso se opuso a ella. Después de oponerse a los principales descubrimientos científicos de su época, Berkeley terminó sus días ensalzando las propiedades del agua de brea como un elixir para curar todas las enfermedades. Uno se podría justificar pensando esta filosofía excéntrica se desvanecería sin dejar rastro. Pero las ideas del obispo Berkeley continuaron ejerciendo una extraña fascinación sobre los filósofos burgueses, incluso hoy en día, son el origen y la base de la teoría del conocimiento (“epistemología”) del positivismo lógico y la filosofía lingüística.

Lenin trató este tema brillantemente en su libro Materialismo y empirocriticismo, al que volveremos más tarde. Por increíble que parezca, esta filosofía profundamente irracional y anticientífica, ha impregnado el pensamiento de muchos científicos, por medio del positivismo lógico y con diferentes apariencias. En la época de Berkeley sus ideas no encontraron mucho eco. Hubo que esperar a un clima intelectual como el actual, contradictorio y donde los avances más impresionantes del pensamiento humano conviven con los retrocesos culturales más primitivos.

Como señala G. J. Warnock en su introducción a Los principios del conocimiento humano, la filosofía de Berkeley “hoy en día, ha conseguido, en general, más apoyo que antes (...) Hoy algunos físicos, se inclinan por mantener lo que él defendió, y defienden que en la teoría física no tiene importancia la verdad basada en los hechos, lo que importa es la conveniencia predecible y matemática”. (G. J. Warnock. Introducción a Los principios del conocimiento humano, p. 25. En la edición inglesa). El filósofo y científico idealista,

Eddington dijo que “tenemos derecho a creer que hay, por ejemplo, colores vistos por otras personas, pero no por nosotros, dolores de muelas sentidos por otras personas, placeres gozados y penas soportadas por otras personas, y así sucesivamente, pero que no tenemos derecho a inferir acontecimientos no experimentados por nadie y que no forman parte de ninguna mente”. (Russell. Op. cit. p. 274). Los positivistas lógicos como A. J. Ayer, aceptan la idea de que sólo podemos conocer los “contenidos sensoriales” y por lo tanto, cuestiones como la existencia del mundo material “carecen de sentido” y así sucesivamente. ¡El viejo Berkeley se debe estar riendo en su tumba!

El valor de cualquier teoría o hipótesis, en última instancia, viene determinado por su capacidad de ser aplicada con éxito en la realidad, si es capaz de incrementar nuestros conocimientos del mundo y el control sobre nuestras vidas. Una hipótesis que no reúna ninguna de estas características no vale para nada, es producto de la especulación frívola, igual que las discusiones que tenían los escolásticos medievales sobre cuantos ángeles podían bailar sobre la cabeza de un alfiler. En las universidades se ha malgastado una cantidad de tiempo colosal en debates interminables sobre esta clase de cosas. Incluso Bertrand Russell admite que una teoría como la de Berkeley, “nos prohibiría hablar de nada que no hubiéramos advertido de modo explícito. Si es así, es este un criterio que nadie puede sostener en la práctica, lo cual es un defecto en una teoría defendida basándose en motivos prácticos”. (Ibíd. p. 275).

Aunque en la próxima frase se siente obligado a añadir que “toda la cuestión de la comprobación y su relación con el conocimiento, es difícil y compleja; por lo tanto, la dejaré a un lado por ahora”. (Ibíd.). Estas cuestiones son sólo “complejas y difíciles” para alguien que acepte la premisa de que sólo podemos disponer de datos sensoriales, separados y apartados del mundo material.

Como este es el punto de partida para un gran número de filósofos modernos, no importa las vueltas que den, porque no pueden salir de la trampa creada por el obispo Berkeley.

El final del camino

La filosofía del empirismo inició su vida con grandes expectativas y al final llegó a un punto muerto con Dave Hume (1711-76). Hume fue un tory que siguió fielmente la senda de Berkeley aunque con algo más de cautela. Su trabajo más famoso es El tratado de la naturaleza humana, publicado en 1739 en Francia donde fue un fracaso. Para Hume la realidad es sólo una serie de impresiones, el porqué es desconocido y no se puede conocer. Se ocupó de la existencia o no existencia del mundo que para él era un problema indescifrable, fue uno de los primeros filósofos en traducir su ignorancia al griego y llamarla agnosticismo. En esencia esta filosofía representa el regreso a las ideas de los escépticos griegos quienes defendían que el mundo es incognoscible.

Su principal objetivo se puede encontrar en la sección de su obra titulada Del conocimiento y la probabilidad. Tampoco en esto fue original, simplemente desarrolló una idea ya presente en Berkeley, la no existencia de la causalidad.

Argumentando contra los descubrimientos de la recién desarrollada ciencia de la mecánica, intentó demostrar que la causalidad mecánica no existía, que no se puede decir que un hecho concreto sea la causa de otro, porque sólo se trata de un encadenamiento de sucesos. Por ejemplo, si hervimos agua a cien grados centígrados, no podemos decir que el agua hierve a causa de haber alcanzado esta temperatura, en su lugar debemos decir que el agua hirvió después de calentarla. O si un hombre es atropellado por un camión, tampoco podemos afirmar que su muerte esté provocada por esta acción, lo correcto es decir que sólo sucedió en el mismo momento.

¿No resulta increíble? Pero es el resultado inevitable de la aplicación estricta de esta clase de empirismo que nos exige atenernos a “los hechos y nada más que los hechos”. Lo único que debemos decir es que un suceso sigue a otro.

No tenemos derecho a afirmar que una cosa es la causa de otra, porque sería ir más allá de lo que registran nuestros ojos y oídos en un momento determinado. Todo esto nos trae a la mente el consejo del viejo Heráclito: “Los ojos y los oídos son malos testigos para los hombres que tienen almas incapaces de comprender su lenguaje”.

Una vez más resulta asombroso observar que a pesar de las maravillosas ideas filosóficas desarrolladas durante los dos últimos siglos, los filósofos y científicos modernos hayan elegido como punto de partida e inspiración precisamente los escritos de Hume. Se ha aprovechado de una forma entusiasta su negación de la causalidad y ha servido de apoyo ideológico para que científicos como Heisenberg y otros llegaran a conclusiones filosóficas incorrectas en mecánica cuántica. De esto hablaremos más tarde. En esencia, Hume afirma que cuando decimos que “A” causa “B”, sólo queremos decir que estos dos hechos ya se han presentado unidos en muchas ocasiones en el pasado y por lo tanto creemos que se volverá a repetir en el futuro. Esta afirmación no es una certeza sino una creencia. No es una necesidad sino un probabilidad. Así que “la necesidad es algo que existe en la mente, pero no en los objetos”.

Ante todo, negar la causalidad conduce a la negación en general del pensamiento científico y racional. Toda la base y “razón de ser” de la ciencia es el intento de dar una explicación racional a lo fenómenos observados en la naturaleza. A partir de la observación de una gran número de hechos extraemos conclusiones generales, que si son lo suficientemente examinadas y demuestran tener una aplicación amplia, entonces adquieren la condición de leyes científicas. Por supuesto estas leyes reflejan en que situación se encuentra nuestro conocimiento en una etapa determinada del desarrollo humano, y por consiguiente, posteriormente son sobrepasadas por otras teorías e hipótesis que explican mejor de los fenómenos. En este proceso poco a poco llegamos a adquirir una comprensión más profunda, tanto de la naturaleza como de nosotros mismos. Este proceso es tan ilimitado como la propia naturaleza. Por eso la búsqueda de la verdad absoluta que capaz de explicar todo o por utilizar una expresión de moda, una Gran Teoría Universal (GTU), es tan útil como la búsqueda de la piedra filosofal.

Que una generalización concreta en un momento dado pueda ser falsificada, no nos autoriza a prescindir totalmente de las generalizaciones. Ni eso significa la renuncia a la búsqueda de la verdad objetiva o el refugio en actitudes escépticas, como las de Hume, que debido a su total y completa irrelevancia para nuestra práctica actual, sea en la ciencia como en nuestra vida cotidiana, sólo es una postura pretenciosa como la de aquellos que niegan la existencia del mundo material pero se olvidan abstenerse de beber y comer, y que mientras sostienen con firmeza la no existencia de la causalidad, tienen bastante cuidado en evitar los inoportunos encuentros físicos con los camiones.

Todas las leyes naturales se basan en la causalidad. Las mareas oceánicas están provocadas por la influencia gravitatoria del sol y la luna. La división del átomo es el origen de la explosión nuclear, la privación de comida y bebida durante un mucho tiempo provoca la muerte por inanición. La existencia de la causalidad es tan cierta como todo lo que existe en este pecaminoso mundo material nuestro. Pero para los discípulos de Hume no estaba tan claro. Al aceptar esta línea de argumentación, todo predicción futura se vuelve irracional porque siempre existe la posibilidad de que las cosas se presenten de una forma diferente. Bertrand Russel explica: “Quiero decir que, tomando incluso nuestras esperanzas más firmes, tales como la de que el sol saldrá mañana, no hay ni una pizca de razón para suponer que es más verosímil que se produzcan, que no”. (Op. cit. p. 285). Más adelante dice: “Por ejemplo: cundo (para repetir un ejemplo anterior) veo una manzana, la experiencia pasada me hace esperar que sabrá como una manzana y no como carne asada. Pero no hay ninguna justificación racional para esta esperanza”. (Ibíd. p. 287).

De acuerdo con Hume no podemos conocer nada y por lo tanto concluye: “todos nuestros razonamientos relacionados con las causas y efectos sólo puede proceder de la costumbre; y la fe es más un acto propio de lo sensitivo que de la parte cognitiva de nuestra naturaleza” (Hume, Book 1, part. 3, sect. 4. En la edición inglesa). En otras palabras, se abandona el conocimiento en favor de la fe.

Habría que tener en cuenta que la intención declarada de todo esto es eliminar la metafísica del pensamiento, que de esta forma se limitaría a una enumeración desnuda y científica de los “hechos”. Algún ingenuo definió en una ocasión la metafísica como “un hombre ciego en una habitación oscura buscando un sombrero negro que no está allí”. Esta frase describe acertadamente la dubitativa metafísica de aquellos que al negar la causalidad abren la puerta a la irracionalidad. Con Hume la filosofía empírica completa el círculo. Como observa correctamente Russell:

“El único resultado de la investigación de Hume de lo que pasa por conocimiento, no es el que debemos suponer que hubiera deseado. El subtítulo de su libro es: ‘Un intento de introducir el método experimental de razonamiento en las cuestiones morales’. Es evidente que empezó con una creencia de que el método científico produce la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; terminó, sin embargo, con la convicción de que la creencia no es nunca racional, puesto que no sabemos nada. Después de exponer los argumentos para el escepticismo (lib. I, parte IV, sec. 1), continúa, no refutando los argumentos, sino recurriendo a la credibilidad natural”. (Ibíd. p. 288)

Se puede tener la tentación de preguntar cuál es el valor práctico de esta filosofía. Es evidente que la respuesta no puede venir de Hume, que comenta la mayor frivolidad y con cierto matiz de cinismo: “’Esta duda escéptica, con respecto a la razón y a los sentidos, es una enfermedad que nunca puede curarse radicalmente, sino que ha de recaer sobre nosotros en cada momento, por más que la expulsemos y parezca a veces que estamos enteramente libre de ella... La despreocupación y la distracción es lo único que puede proporcionarnos algún remedio. Por esta razón, me confío completamente a ellas; y doy por sentado, cualquiera que sea la opinión del lector en este momento, que de aquí a una hora estará persuadido de que existen el mundo exterior y el interior’”. (Ibíd. p. 289). Esta no es una verdadera filosofía, es sólo metafísica muerta. No nos dice nada sobre el mundo y no conduce a ninguna parte. Como lo que se puede esperar del hombre que piensa que no existe razón para el estudio de la filosofía excepto como una forma de pasar el tiempo. En realidad, evidentemente no existe razón alguna para estudiar la filosofía de Hume, excepto como una forma estúpida de pasar el tiempo.

Algo en lo que podemos estar de acuerdo con Bertrand Russell, es que la filosofía de Hume representa “la bancarrota de la racionalidad del siglo XVIII”. Las ideas de Hume, como las de Berkeley, representan un giro hacia el idealismo subjetivo. Es el empirismo al revés. Del punto de partida que todo se aprende a través de la experiencia, ahora llegamos a la conclusión de que nada se puede aprender a través de la experiencia y la observación. Es la antítesis del espíritu científico progresista con el que se inició el período. De estas ideas no se puede obtener nada positivo. Por lo tanto, dejemos a aquellos que no pueden estar seguros de que el sol saldrá mañana en la oscuridad en la que se encuentran, donde puedan encontrar algún consuelo a sus dificultades y a la espera del día en que coman una manzana con sabor a carne asada.

El nacimiento del materialismo francés

Desde ese momento quedó bloqueado el camino para un nuevo avance de la filosofía en Gran Bretaña, aunque con la Ilustración francesa consiguió dar un impulso poderoso. La diferencia entre el empirismo inglés y el materialismo francés algunas veces se atribuye a la diferencia del temperamento nacional. Por ejemplo:

“Llevar el empirismo de Locke hasta su últimas consecuencias, hasta el sensualismo y el materialismo, fue la tarea que asumieron los franceses. Aunque el punto de partida son los principios ingleses, entre éstos el empirismo no podía alcanzar la forma extrema que adquirió entre los franceses que implicaba la destrucción total de todas las bases de la vida religiosa y moral. Esta última consecuencia no resultaba agradable para el carácter nacional de los ingleses”. (Schwegler, op. Cit. P. 184).

La existencia de diferentes temperamentos nacionales y tradiciones sin duda juega un papel importante, como Marx y Engels señalaron en La Sagrada Familia: “La diferencia entre el materialismo francés y el materialismo inglés es la diferencia que existe entre ambas nacionalidades. Los franceses dan al materialismo inglés el espirit, la carne y los huesos, la elocuencia. Le dotan del temperamento que le faltaba y de la gracia. Lo civilizan”. (Op. cit. p. 147).

Sin embargo, para explicar los grandes movimientos históricos no basta sólo con apelar a las características nacionales. El carácter del inglés y el francés también eran diferentes cien años antes, sin la existencia de Hume o Voltaire, ambos fueron producto de su propio tiempo o, para ser más exactos, producto de una concatenación de circunstancias sociales, económicas y culturales concretas. La filosofía de Berkeley y Hume emerge en un período en el que la burguesía ya había triunfado e intentaba poner freno a la revolución.

Concordet, Diderot y Voltaire pertenecen a un período completamente diferente, un período de fermento social e intelectual que llevó a la revolución de 1789-93. En cierto sentido la lucha de los “filósofos” contra la religión y la ortodoxia sirvió de preparación para la toma de la Bastilla. Antes de derrocar el antiguo orden era necesario, en primer lugar, desterrarlo de las mentes de hombres y mujeres.

En su excelente ensayo sobre Holbach y Helvitius, Plejánov dice lo siguiente sobre la filosofía francesa del siglo XVIII:

“La filosofía materialista del siglo XVIII era una filosofía revolucionaria. Era sencillamente la expresión ideológica de la lucha de la burguesía revolucionaria contra el clero, la nobleza y la monarquía absolutista. En su lucha contra un sistema obsoleto, la burguesía no podía respetar una visión del mundo que era inherente al pasado y santificaba ese despreciable sistema. ‘A tiempos diferentes, circunstancias diferentes y una filosofía diferente’, señala Diderot brillantemente en su artículo sobre Hobbes en la Enciclopedia”. (Pléjanov. Selected Philosophical Works. Vol 2. p. 45. En la edición inglesa).

Las ideas de Locke tuvieron gran impacto sobre Abbe de Condillac (1715- 80). Condillac aceptaba, como Locke, que el conocimiento proviene de los sentidos, pero fue más allá al decir que todos los procesos mentales, incluida la voluntad, sólo son sensaciones modificadas. Realmente, nunca negó la existencia de Dios pero sólo defendía la existencia de la materia. Una conclusión extraordinaria por parte de alguien que era cura. Otro discípulo de Locke fue Claude Adrien Helvetius (1715-71), de quien Marx dijo que con él “el materialismo adquirió un carácter verdaderamente francés”. Helvetius fue tan sincero que incluso desconcertó a sus seguidores materialistas y fueron incapaces de seguirlo en todas sus audaces conclusiones.

Baron Holbach (1723-89), aunque alemán, pasó la mayor parte de su vida en Francia donde jugó un papel importante en el movimiento materialista. Al igual que Helvetius sufrió la persecución de la Iglesia y su libro Le Systeme de la Nature fue quemado en público por orden del parlamento del París. Un materialista decidido, Holbach atacó la religión y el idealismo, especialmente las ideas de Berkeley. Locke ya creía posible que la materia pudiera tener la facultad de pensar y Holbach estaba de acuerdo, pero a diferencia de Locke estaba dispuesto para extraer todas las conclusiones y lanzó por la venta a la religión y la Iglesia.

“Si consultamos la experiencia, veremos que son ilusiones y opiniones religiosas que buscan la verdadera fuente de la hueste de demonios que la humanidad ve en todas partes, la ignorancia de las causas naturales ha llevado a la creación de dioses; el engaño ha convertido a los últimos en algo terrible; el concepto de amargura de ellos ha perseguido al hombre sin hacerle algo mejor, le ha hecho estremecerse en vano, ha llenado su mente de quimeras, le ha opuesto al progreso de la razón e impedido la búsqueda de la felicidad. Estos temores le han convertido en esclavo de aquellos que le han engañado con el pretexto de cuidar a sus dioses o cerrar sus grilletes, le presionaba esa estupidez, la renuncia a la razón, el letargo espiritual y la degradación del alma eran los mejores medios de conseguir la felicidad eterna”. (Citado por Plejanov. Op. cit. p. 72).

La Mettrie (1709-51) fue aún más allá al reconocer que todas las formas de vida, vegetales y animales (incluido el hombre), consistían en materia organizada de diferentes maneras. Sus principales trabajos fueron el famoso L’Homme Machine (El hombre máquina) y Le systeme d’Epicure (El sistema de Epicuro). La Mettrie fue en parte seguidor de Descartes, quien dijo que los animales eran máquinas en la medida que no podían pensar. La Mettrie aplicó esto literalmente y dijo que el hombre también debía ser una máquina porque no existía una diferencia cualitativa entre el hombre y los animales. Esta idea es un reflejo de la influencia que la mecánica tenía en el pensamiento científico de la época.

La intención de La Mettrie era combatir la idea de que el hombre era una creación especial de Dios, como algo completamente al margen de la naturaleza debido al privilegio especial que suponía tener un alma inmortal. Esta idea ya fue planteada por el materialista y científico inglés Joseph Prietsley hoy en día recordado principalmente por ser el descubridor del oxígeno.

“El poder de corte en una navaja depende de cierta cohesión de sus partes constituyentes. Supongamos que esta navaja se disuelve completamente en un líquido ácido, entonces perderá su capacidad de corte o dejará de existir, sin embargo, en el proceso no se ha eliminado ninguna partícula constituyente de la navaja y se puede recuperar su antigua forma, su capacidad de corte, etc., si se precipita el metal. De esta forma cuando el cuerpo se disuelve a causa de la putrefacción, cesa completamente su poder pensante”. (Citado por Plejanov. Op. cit. p. 82. Nota al pie de página. En la edición inglesa).

La Mettrie consideraba el pensamiento una de las propiedades de la materia:

“Creo que el pensamiento es tan compatible con la materia organizada que parece ser una propiedad de esta última, igual que la electricidad, la facultad de movimiento, la impenetrabilidad, la extensión, etc.,”. (Ibíd. p. 333)

A partir del materialismo radical y el racionalismo de la Ilustración, era fácil extraer conclusiones revolucionarias y esto es lo que hizo Voltaire (1694-1778), aunque realmente no era un filósofo, jugó un papel prominente en este movimiento, como escritor, historiador y propagandista. Fue arrestado en dos ocasiones por sus sátiras políticas y pasó la mayor parte de su vida fuera de Francia. La contribución más grande Voltaire fue su colaboración con Diderot en la gran Enciclopedia (1751-80), una ambiciosa empresa que resumía todo el conocimiento científico de la época. Rousseau, Voltaire, Holbach, Helvetius y otros filósofos materialistas y progresistas, se unieron para elaborar un trabajo militante dirigido contra la base del orden social existente, contra su filosofía y moralidad.

Si se comparan con los escritos de los materialistas franceses, las opiniones filosóficas de Jean Jacques Rousseau representan un paso atrás. Sin embargo, en el terreno de la crítica social elaboró varias obras maestras, Engels alaba especialmente su obra: Los orígenes de la desigualdad entre los hombres.

Rousseau no es realmente un filósofo en el sentido estricto de la palabra y por lo tanto, no trataremos aquí sus ideas. En general, estos escritores prepararon el terreno para la revolución burguesa de 1789-93. Sus denuncias feroces iban dirigidas contra los males del feudalismo y la Iglesia. El ideal para la mayoría de estos pensadores era la monarquía constitucional. Sin embargo, más tarde el pueblo empezó a sacar conclusiones comunistas y socialistas de sus escritos.

“Cuando se estudia las teorías del materialismo sobre la bondad natural y la igual inteligencia de los hombres, sobre la omnipotencia de la educación, de la experiencia, de la costumbre, sobre la influencia de las circunstancias exteriores en los hombres, sobre la alta importancia de la industria, sobre la justicia del placer, etc., no hace falta una sagacidad extraordinaria para descubrir lo que las une necesariamente al comunismo y al socialismo. Si el hombre obtiene del mundo sensible y de la experiencia sobre el mundo sensible todo conocimiento, sensación, etc., conviene entonces organizar el mundo empírico de tal manera que el hombre se asimile cuanto encuentre en él de verdaderamente humano, que él mismo se conozca como hombre. Si el interés bien entendido es el principio de toda moral, conviene que el interés particular del hombre se confunda con el interés humano. Si el hombre no es libre en el sentido materialista de la palabra, esto es, si es libre no por la fuerza negativa de evitar esto o aquello, sino por la fuerza positiva de hacer valer su verdadera individualidad, no conviene castigar los crímenes en el individuo, sino destruir los focos antisociales donde nacen los crímenes y dar a cada cual es espacio social necesario para el desenvolvimiento esencial de su vida. Si el hombre es formado por las circunstancias, se deben formar humanamente las circunstancias. Si el hombre es sociable por naturaleza, es en la sociedad donde desarrolla su verdadera naturaleza, y la fuerza de su naturaleza debe medirse por la fuerza de la sociedad y no por la fuerza del individuo particular”. (Marx y Engels. Op. cit. p. 149).